El sábado había resultado bastante duro. El acostumbrado tercer tiempo se extendió más de lo debido, y los efectos de la sangría en mi organismo no se hacían esperar. Me despedí de los muchachos en medio de un remolino de gritos e imágenes que se sucedían sin ningún sentido aparente. Faltaban minutos para que la medianoche extendiera su manto de silencio y sombras sobre mí, y el cruce de la ruta, siempre oscuro a la altura de la salida de Ciudad de Nieva, me esperaba desafiante.
Entre brillos e incertidumbre, miré hacia ambos lados del camino, con más desgano que precaución, y aventuré mis pasos sobre la cinta asfáltica encomendándome a la piedad del Señor, a pesar de mi profundo ateísmo. Horas más tarde descubriría que, efectivamente, Dios no existe.
Resoplando, cansado de mis propios y cortos pasos, detuve mi andar por unos segundos, intuyendo que, de no hacerlo, me desmayaría. Fue tiempo suficiente para que un terrible sonido atacara mi tranquilidad mental ladinamente, desde la espalda. Luego sentí el ruido de unas frenadas y un terrible dolor en mis piernas. La imagen del cielo estrellado y la hermosa Luna llena se sucedían con verdes descampados y el gris del cemento conformando una especie de paisaje surreal, como si yo estaría dentro de un lavarropas o un inodoro. Decididamente, esa tarde me había excedido con las bebidas, pero era comprensible: uno no marca tres golazos todos los días.
Mi rostro golpeó fuertemente contra el suelo y, desde allí, pude observar a un joven que, tomándose la cabeza entre las manos, gritaba “¡la puta que lo parió!” mientras se subía a su automóvil para, unos instantes después, alejarse a toda velocidad del lugar, dejando tras de sí un ligero rastro de sangre.
Intenté gritar, pedir ayuda, pero un infierno incendiaba mis piernas y me paralizaba hasta la garganta. A lo lejos, vi acercarse unas luces, por lo que me tranquilicé: alguien me vería, se detendría y me ofrecería su ayuda. Pero la ruta debió estar más obscura de lo que yo suponía, porque el conductor nunca me vio y su vehículo pasó a toda velocidad pisando uno de mis brazos. Ni siquiera frenó, pues seguro pensó que se trataba de un perro. Y la verdad mucho no se equivocaba. Para disimular mi dolor, para lograr mentirme a mí mismo distrayendo mis sentidos, comencé a recordar mi vida: siempre vi pasar la existencia de la humanidad de costado, a un lado del camino de aquellos afortunados que no tuvieron que nacer en medio de una villa, con ocho hermanos menores que alimentar, que no se vieron obligados a abandonar el colegio en cuarto grado, que no quedaron cesantes del único trabajo digno en sus vidas cuando Zapla reajustó personal en los noventa. ¡Pero hoy hice tres golazos!¡Cómo me abrazaron mis compañeros! Para algunos seré un perro, un vago borracho que desperdició su vida, para otros un goleador de raza.
Otra vez un par de luces se acercaban a mí. ¿Cuántas posibilidades hay que por tres veces consecutivas no te vean tirado en medio de una ruta? Todas. Lentamente, utilizando el poco resto de fuerzas que quedaban en mi cuerpo, levanté una mano para llamar la atención del conductor, pero sentí que mi muñeca se desgarraba junto a mis costillas y el estómago. “¿Estás bien?” fueron las últimas palabras que escuché antes de dormirme profundamente, desmayado por el dolor, y con una irónica sonrisa en mi rostro.
“Pobre hombre, no puede estar tan golpeado”; “Este se nos muere”. Los enfermeros, dentro de una ambulancia, hablan como si los pacientes nunca los escucharan, pero yo, de a ratos, lograba oírlos. Pensé en rezar por mí, por si llegara a ser verdad que Dios existe, pero luego pensé: si él nunca se acordó de mí, si el hijo de puta se olvida siempre de un amplio sector de la humanidad, ¿por qué acordarme yo de él? No se lo merece, aunque me cueste la vida.
“Es increíble cuanto sufrió: lo atropellaron tres veces, estaba todo quebrado. Mejor que muriera” comentó, entrada la madrugada, la enfermera ante el choripanero del frente a la guardia del Soria y los curiosos del lugar. Si supieran que a ellos también los escuchaba. Desde acá, todos escuchamos a todos.
En la muerte, ya no existe el dolor. Los lamentos, los gritos, están prohibidos en este lugar. Luego me acordé y mi cielo se volvió turbio y rojo, el rio de los lamentos se oscureció y mi garganta se anudó, mis lágrimas se multiplicaron, pero no podía llorar: el sufrimiento estaba prohibido. “El peor dolor es aquél que no se puede gritar”, pensé para mis adentros, condenándome eternamente a sufrir el silencio en este lugar dónde, aparentemente, nadie padece tormentos. Me inunda una tranquilidad que no quiero, renunciaría al paraíso de ser posible. Estoy condenado a morir en paz, sin problemas, sin sufrimientos, pero sin vos, negrita de mi vida.
Entre brillos e incertidumbre, miré hacia ambos lados del camino, con más desgano que precaución, y aventuré mis pasos sobre la cinta asfáltica encomendándome a la piedad del Señor, a pesar de mi profundo ateísmo. Horas más tarde descubriría que, efectivamente, Dios no existe.
Resoplando, cansado de mis propios y cortos pasos, detuve mi andar por unos segundos, intuyendo que, de no hacerlo, me desmayaría. Fue tiempo suficiente para que un terrible sonido atacara mi tranquilidad mental ladinamente, desde la espalda. Luego sentí el ruido de unas frenadas y un terrible dolor en mis piernas. La imagen del cielo estrellado y la hermosa Luna llena se sucedían con verdes descampados y el gris del cemento conformando una especie de paisaje surreal, como si yo estaría dentro de un lavarropas o un inodoro. Decididamente, esa tarde me había excedido con las bebidas, pero era comprensible: uno no marca tres golazos todos los días.
Mi rostro golpeó fuertemente contra el suelo y, desde allí, pude observar a un joven que, tomándose la cabeza entre las manos, gritaba “¡la puta que lo parió!” mientras se subía a su automóvil para, unos instantes después, alejarse a toda velocidad del lugar, dejando tras de sí un ligero rastro de sangre.
Intenté gritar, pedir ayuda, pero un infierno incendiaba mis piernas y me paralizaba hasta la garganta. A lo lejos, vi acercarse unas luces, por lo que me tranquilicé: alguien me vería, se detendría y me ofrecería su ayuda. Pero la ruta debió estar más obscura de lo que yo suponía, porque el conductor nunca me vio y su vehículo pasó a toda velocidad pisando uno de mis brazos. Ni siquiera frenó, pues seguro pensó que se trataba de un perro. Y la verdad mucho no se equivocaba. Para disimular mi dolor, para lograr mentirme a mí mismo distrayendo mis sentidos, comencé a recordar mi vida: siempre vi pasar la existencia de la humanidad de costado, a un lado del camino de aquellos afortunados que no tuvieron que nacer en medio de una villa, con ocho hermanos menores que alimentar, que no se vieron obligados a abandonar el colegio en cuarto grado, que no quedaron cesantes del único trabajo digno en sus vidas cuando Zapla reajustó personal en los noventa. ¡Pero hoy hice tres golazos!¡Cómo me abrazaron mis compañeros! Para algunos seré un perro, un vago borracho que desperdició su vida, para otros un goleador de raza.
Otra vez un par de luces se acercaban a mí. ¿Cuántas posibilidades hay que por tres veces consecutivas no te vean tirado en medio de una ruta? Todas. Lentamente, utilizando el poco resto de fuerzas que quedaban en mi cuerpo, levanté una mano para llamar la atención del conductor, pero sentí que mi muñeca se desgarraba junto a mis costillas y el estómago. “¿Estás bien?” fueron las últimas palabras que escuché antes de dormirme profundamente, desmayado por el dolor, y con una irónica sonrisa en mi rostro.
“Pobre hombre, no puede estar tan golpeado”; “Este se nos muere”. Los enfermeros, dentro de una ambulancia, hablan como si los pacientes nunca los escucharan, pero yo, de a ratos, lograba oírlos. Pensé en rezar por mí, por si llegara a ser verdad que Dios existe, pero luego pensé: si él nunca se acordó de mí, si el hijo de puta se olvida siempre de un amplio sector de la humanidad, ¿por qué acordarme yo de él? No se lo merece, aunque me cueste la vida.
“Es increíble cuanto sufrió: lo atropellaron tres veces, estaba todo quebrado. Mejor que muriera” comentó, entrada la madrugada, la enfermera ante el choripanero del frente a la guardia del Soria y los curiosos del lugar. Si supieran que a ellos también los escuchaba. Desde acá, todos escuchamos a todos.
En la muerte, ya no existe el dolor. Los lamentos, los gritos, están prohibidos en este lugar. Luego me acordé y mi cielo se volvió turbio y rojo, el rio de los lamentos se oscureció y mi garganta se anudó, mis lágrimas se multiplicaron, pero no podía llorar: el sufrimiento estaba prohibido. “El peor dolor es aquél que no se puede gritar”, pensé para mis adentros, condenándome eternamente a sufrir el silencio en este lugar dónde, aparentemente, nadie padece tormentos. Me inunda una tranquilidad que no quiero, renunciaría al paraíso de ser posible. Estoy condenado a morir en paz, sin problemas, sin sufrimientos, pero sin vos, negrita de mi vida.
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