Siendo niño Edvard fue partícipe de las desgracias familiares. Vio morir a su madre y a su hermana Igner e internar a su hermana Laura por asedios de la locura. Su padre que expresaba un fanatismo religioso contribuyó con sus imágenes violentas e indigeribles del cielo y del infierno.
Su niñez fue un recipiente de sentimientos dementes, imágenes nihilistas, de duras enfermedades, que cincelaron en él una locura particular.
Su adolescencia tuvo sus turbulencias, tal vez un par de amores frágiles y frustrados sumados a más enfermedades familiares enriquecieron su sabiduría envenenada.
Acercándose a sus 30 años sentía el horizonte de su vida y creatividad más cerca de los violetas y negros nocturnos que de los dorados y verdes del amanecer.
Todo se definió una noche de 1893 cuando, en tierras del sueño, Edvard vio su locura latente descifrada con vertiginosos temblores de su alma.
‘Paseaba por una vieja colina querida de Ekenberg acompañado de dos sombras, caminaba por un sendero desde donde se podía ver el mar. Se detuvo junto a una barandilla, inspirado por los bombeos veloces del corazón, podía sentir la sangre hervir y sus ojos expectantes de algo que amenazaba desde la oscuridad. Acarició la piel de su antebrazo con la palma de su mano, algunos bellos corrieron contra el movimiento de la fricción. Una sensación suave lo tranquilizó pero su piel luego se tornó pegajosa y acartonada. Corrió, observando el agua que se batía al otro lado, hasta que se detuvo cansado de correr en vano y fue ahí donde sintió una aguja del más sublime dolor penetrar su humanidad. ¡SKIRK!Alzó ambos brazos intentando sujetarse el rostro, vio caer gotas de acuarela sobre el césped azotado por el frío nórdico. Gritó, gritó tan fuerte que toda la naturaleza tembló compenetrada y salvaje’
La mañana siguiente un amigo fue a visitar a Edvard, pero al tocar en la entrada no obtuvo repuesta. Abrió la puerta y entró. La casa estaba vacía de gente. Algunos potes de pintura estaban tirados por el piso, lienzos dispersos con pinturas no acabadas, el olor del olvido rondaba la cocina de Edvard y un fino aire de melancolía dominaba los muebles y el ambiente. Fue directamente hasta la habitación pero tampoco lo encontró.
¿Podría haber salido temprano? Poco probable, nada probable, siendo un haragán insomne, un espíritu perturbado y nocturno.
Un bulto rectangular tapado y manchas de acuarela en las sábanas llamaron su atención generándole una sensación de desagrado por lo descuidado de su amigo. Destapó para develar lo que se escondía y encontró un cuadro de una espantosa figura en un prado, al lado de una barandilla cerca del mar.
La figura gritaba y aun sudaba gotas de acuarela. Sintió asco y lo envolvió en las sábanas nuevamente para no seguir viéndolo.
Salió de la casa con la pintura bajo el brazo.
La tuvo un par de días en su casa pero al no soportar más el observarla y sentirse observado, la regaló a un amigo que tenía un pequeño museo. Este último la puso donde se ponían las novedades y extravagancias.
De ahí fue robada, porque las extravagancias son robadas por ser vistas como tales y no por su verdadero valor, pero devuelta para sorpresa del dueño que empezaba a sentirse agradecido de que tal pieza, que le generaba miedo, hubiera sido robada. Junto con la pintura se encontró una nota que afirmaba que la pintura estaba viva.
Los guardias del museo rieron junto con el dueño, aun cuando desde dentro todos tenían sentimientos de espanto similares al que expresaba la nota encontrada.
Nadie volvió a saber de Edvard y quizás ni quiso averiguar que había sucedido con él.
Por las noches, cuando las voces humanas son transformadas en melodías oníricas y la soledad abraza el museo, se puede escuchar entre el viento y la nada un silencio cargado de angustia mientras gotas de acuarela caen manchando el suelo.
Su niñez fue un recipiente de sentimientos dementes, imágenes nihilistas, de duras enfermedades, que cincelaron en él una locura particular.
Su adolescencia tuvo sus turbulencias, tal vez un par de amores frágiles y frustrados sumados a más enfermedades familiares enriquecieron su sabiduría envenenada.
Acercándose a sus 30 años sentía el horizonte de su vida y creatividad más cerca de los violetas y negros nocturnos que de los dorados y verdes del amanecer.
Todo se definió una noche de 1893 cuando, en tierras del sueño, Edvard vio su locura latente descifrada con vertiginosos temblores de su alma.
‘Paseaba por una vieja colina querida de Ekenberg acompañado de dos sombras, caminaba por un sendero desde donde se podía ver el mar. Se detuvo junto a una barandilla, inspirado por los bombeos veloces del corazón, podía sentir la sangre hervir y sus ojos expectantes de algo que amenazaba desde la oscuridad. Acarició la piel de su antebrazo con la palma de su mano, algunos bellos corrieron contra el movimiento de la fricción. Una sensación suave lo tranquilizó pero su piel luego se tornó pegajosa y acartonada. Corrió, observando el agua que se batía al otro lado, hasta que se detuvo cansado de correr en vano y fue ahí donde sintió una aguja del más sublime dolor penetrar su humanidad. ¡SKIRK!Alzó ambos brazos intentando sujetarse el rostro, vio caer gotas de acuarela sobre el césped azotado por el frío nórdico. Gritó, gritó tan fuerte que toda la naturaleza tembló compenetrada y salvaje’
La mañana siguiente un amigo fue a visitar a Edvard, pero al tocar en la entrada no obtuvo repuesta. Abrió la puerta y entró. La casa estaba vacía de gente. Algunos potes de pintura estaban tirados por el piso, lienzos dispersos con pinturas no acabadas, el olor del olvido rondaba la cocina de Edvard y un fino aire de melancolía dominaba los muebles y el ambiente. Fue directamente hasta la habitación pero tampoco lo encontró.
¿Podría haber salido temprano? Poco probable, nada probable, siendo un haragán insomne, un espíritu perturbado y nocturno.
Un bulto rectangular tapado y manchas de acuarela en las sábanas llamaron su atención generándole una sensación de desagrado por lo descuidado de su amigo. Destapó para develar lo que se escondía y encontró un cuadro de una espantosa figura en un prado, al lado de una barandilla cerca del mar.
La figura gritaba y aun sudaba gotas de acuarela. Sintió asco y lo envolvió en las sábanas nuevamente para no seguir viéndolo.
Salió de la casa con la pintura bajo el brazo.
La tuvo un par de días en su casa pero al no soportar más el observarla y sentirse observado, la regaló a un amigo que tenía un pequeño museo. Este último la puso donde se ponían las novedades y extravagancias.
De ahí fue robada, porque las extravagancias son robadas por ser vistas como tales y no por su verdadero valor, pero devuelta para sorpresa del dueño que empezaba a sentirse agradecido de que tal pieza, que le generaba miedo, hubiera sido robada. Junto con la pintura se encontró una nota que afirmaba que la pintura estaba viva.
Los guardias del museo rieron junto con el dueño, aun cuando desde dentro todos tenían sentimientos de espanto similares al que expresaba la nota encontrada.
Nadie volvió a saber de Edvard y quizás ni quiso averiguar que había sucedido con él.
Por las noches, cuando las voces humanas son transformadas en melodías oníricas y la soledad abraza el museo, se puede escuchar entre el viento y la nada un silencio cargado de angustia mientras gotas de acuarela caen manchando el suelo.
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